Múltiples enseñanzas tenemos al respecto de este ministerio. La más evidente la encontramos en el Evangelio, en donde el Señor expande su misericordia como Buen Samaritano. De hecho el Señor envía a sus discípulos a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos (Cf. Lc 9,2).
Quiero destacar lo que oramos con la Iglesia en la IV plegaria eucarística para diversas circunstancias. El “Padre misericordioso y Dios fiel, nos dio como Señor y redentor nuestro a su Hijo Jesucristo. Él siempre se mostró misericordioso para con los pequeños y los pobres, para con los enfermos y los pecadores, y se hizo cercano a los oprimidos y afligidos”. Por eso le imploramos con fe en la misma plegaria: “Abre nuestros ojos para que conozcamos las necesidades de los hermanos; inspíranos las palabras y las obras para confortar a los que están cansados y agobiados; haz que los sirvamos con sinceridad siguiendo el ejemplo y el mandato de Cristo”. A lo largo de los siglos hemos entendido que en el servicio liberador al hombre enfermo, humillado, doliente, excluido e infeliz, es donde Jesús anuncia a la sociedad entera la salvación de ese Dios que es amigo del hombre y de su vida plena.
Asistir y acompañar a los enfermos: niños, jóvenes, adultos mayores y discapacitados en sus necesidades materiales y espirituales, como expresión del verdadero amor cristiano, buscando fortalecer en ellos la esperanza en esas circunstancias de la vida, e iluminando su existencia con la Palabra y la misericordia de Cristo Crucificado.