Cierre del año jubilar de la esperanza

Homilía de cierre del año jubilar de la esperanza

28 de diciembre de 2025

En esta celebración en que coinciden la fiesta de la Sagrada Familia, perseguida a muerte por Herodes; la fecha de la matanza de los santos inocentes víctimas de la ambición del poder; y la clausura del jubileo de la esperanza, hemos querido ofrecer de modo especial esta Eucaristía pidiendo por las víctimas de la violencia en nuestra región, marcada por agresiones visibles e invisibles: homicidios, violencias intrafamiliares, desprecio del no nacido, suicidio, temeridad vial y una creciente normalización de la agresividad cotidiana.

Es cierto que algunos violentos, como en el caso de Herodes, parecen serlo por una decisión totalmente libre, pero es también cierto que para comprender las dinámicas que llevan a muchos a ejercer la violencia contra el otrohay que ir más allá del juicio moral inmediato. En muchos que infligen violencia de modo sistemático hay heridas no elaboradas: humillación, miedo patológico, abandono, duelo no resuelto, exposición temprana a la violencia. A quien está afectado de esta manera, la violencia individual u organizada promete con falsedad transformar la vulnerabilidad en poder y la vergüenza en dominación.

Por otra parte, quienes ejercen violencia generalmente están amparados por un relato que los legitima. Toda violencia organizada se sostiene en un relato moral: defensa, justicia, honor, supervivencia, bienestar. No se mata “porque sí”, sino en nombre de algo que se presenta como bien mayor. Normalmente los que ejercen violencia se afilian primero a una promesa; la violencia llega después, cuando la agresividad ya fue cautivada por la promesa.

Pero, en nuestro contexto social la violencia no se manifiesta únicamente en homicidios o confrontaciones armadas. Existe también una violencia silenciosa y persistente que nos atraviesa: la violencia dirigida contra sí mismo, visible de manera preocupante en el fenómeno del suicidio. Las dinámicas propias de la sociedad actual van generando un clima emocional donde muchos jóvenes y adultos viven una acumulación de frustraciones, desesperanza y sobre todo de pérdida de sentido. Así, el suicidio aparece no como un hecho aislado, sino como el desenlace extremo de experiencias vitales negativas.

Desde una lectura cristiana y pastoral, el suicidio interpela directamente a la comunidad creyente y a la sociedad civil: no basta con lamentar las cifras ni con moralizar los desenlaces. Es necesario reconocer que, en muchos casos, la libertad subjetiva se encuentra gravemente herida por el consumo problemático de sustancias, los trastornos de salud mental no atendidos, la soledad y la falta de redes comunitarias de ayuda.

Frente a estas formas de violencia, el Evangelio de Cristo, que quienes estamos aquí acogemos, nos propone un camino exigente: desarmar para reconciliar, desarmar para proteger la vida, desarmar para reconstruir el tejido social. Este desarme no conduce a la pasividad, sino a una agresividad evangelizada, capaz de resistir el mal sin reproducirlo, de abrir diálogos improbables y de comprometer a toda la sociedad en una responsabilidad compartida por la paz.

¡Sí! he dicho evangelizar la agresividad, pues esta es una energía humana originaria, necesaria para defender la vida, poner límites y cuidar lo vulnerable. Evangelizarla no significa negarla ni reprimirla, sino convertirla. La violencia solo aparece cuando la agresividad se desorienta, se absolutiza o se instrumentaliza contra el otro.

El Evangelio no apaga el fuego de la agresividad, lo purifica y lo orienta hacia la protección. Evangelizar la agresividad es pasar del golpe al límite, de la venganza al cuidado, del dominio a la responsabilidad. En contextos marcados por la violencia cotidiana, esta conversión es profundamente liberadora ya que, la misma energía que antes hería puede convertirse en coraje para cuidar, denunciar, acompañar y reconstruir la vida común. Así lo experimentaron muchos que hoy veneramos como santos.

Los cristianos estamos llamados de modo eminente a protagonizar esta evangelización del impulso agresivo, pero, para lograrlo hay que rechazar de plano las actitudes de quienes se proclaman cristianos y sin embargo conviven sin demasiados conflictos con prácticas de violencia, ilegalidad, exclusión y desprecio por la vida. Hoy es necesario reconocer que no pueden cohabitar la confesión cristiana y la aceptación, explícita o tácita, de la violencia. No es posible invocar a Dios mientras se justifica la muerte para resolver conflictos, se normalizan las economías ilegales como salida económica, se legitima la eliminación del más débil o se tolera la autodestrucción como destino inevitable.

Estamos llamados a pasar de una fe cultural a una fe discipular; de una religión de pertenencia a una espiritualidad de seguimiento; de un cristianismo que convive con la violencia a uno que se convierte en artesano de la paz. Solo un cristianismo desarmado puede convertirse en verdadera fuerza de reconciliación para nuestra región y para el país.

Desarmar la mirada es el primer acto de evangelización de la agresividad y del desarme verdadero. Es renunciar a ver al otro como amenaza, rival o enemigo, para volver a verlo como persona, con historia, con heridas y con dignidad. Mientras la mirada esté armada, el cuerpo se tensa, la palabra hiere y la agresividad se prepara para atacar.

Desarmar la mirada no niega el mal ni la violencia; niega que el otro se reduzca a ellas. Es una decisión interior que no interpreta cada gesto desde el miedo, no anticipa la agresión, no justifica la propia dureza. La conversión de la agresividad comienza
cuando la mirada deja de disparar juicios y empieza a custodiar la vida.
Solo entonces el hombre deja de ser lobo del hombre y puede volver a ser prójimo.

Evangelizar el impulso agresivo exige también desarmar emociones como el miedo, la ira y la envidia. Estas, cuando no son reconocidas e integradas, pueden convertirse en combustible de la violencia. Reprimidas o exaltadas sin discernimiento, terminan buscando salidas destructivas.Jesús no niega sus emociones: teme y tiembla, se entristece y llora, se indigna y reclama, pero no deja que las emociones gobiernen su misión. La tradición cristiana invita a pasar del impulso primario y reactivo al discernimiento espiritual, donde la emoción es purificada y orientada hacia el bien. Así, la emoción deja de ser arma y se convierte en energía para la compasión, el cuidado y la justicia.

De igual manera, es necesario desarmar la palabra. Esta puede construir o destruir.El libro de los Proverbios (18,21) nos recuerda que «la muerte y la vida están en poder de la lengua». Desarmar la palabra implica renunciar a la violencia verbal y escrita que se expresa en humillación, descalificación, mentira, insulto y manipulación. Desarmar la palabra no es callar la verdad, sino purificarla del odio. Jesús mismo es Palabra desarmada: no grita, no aplasta, no se impone; habla con autoridad porque habla desde la verdad y la misericordia. Un cristiano desarmado en su palabra aprende a nombrar el mal sin condenar a la persona, y a anunciar el bien sin arrogancia moral.

Además, quien quiera mantener sano su natural impulso agresivo debe desarmar la ambición desmedida de poder, prestigio, control o acumulación, pues la ambición es una de las raíces más profundas de la violencia estructural. Cuando el éxito en sus diversas expresiones se absolutiza, el otro se convierte bien en obstáculo, bien en instrumento.Desarmar la ambición supone recuperar la lógica evangélica del servicio: «El que quiera ser primero, que sea el servidor de todos» (Mc 9,35). No se trata de apagar el deseo, sino de reorientarlo, haciéndolo pasar del afán de dominar al deseo de servir; del “tener más” al “hacer que otros vivan mejor”. Una sociedad que no desarma la ambición produce exclusión, resentimiento y conflicto permanente.

Para la Iglesia en Pereira ser artesana de la paz es una tarea pastoral urgente: desde el ámbito propio de su misión ella debe acompañar sin condenar, proteger sin manipular y anunciar que incluso en los escenarios más marcados por la muerte y el riesgo, la vida sigue siendo una promesa que merece ser cuidada. Solo así el desarme interior podrá convertirse en un verdadero aporte a la pacificación social del territorio. Es que ,si no desarmamos la mirada, la palabra, la emoción y la ambición, no será posible, de modo duradero, llegar al desarme de las manos.

Pero, la Iglesia no es una fuente dispensadora de la esperanza solo para nuestra fase de peregrinos, sino también para la eternidad, por eso, hoy imploramos el don de la indulgencia para los que han muerto víctimas de la violencia y que necesitan acogerse a la misericordia del Padre. El don de la indulgencia proclama que en la eternidad es Dios quien juzga, no los hombres; que Dios está dispuesto a todo, con tal de salvar a sus hijos; que el mal no es solo un asunto personal, sino también una afectación a la humanidad entera y que la solidaridad en la salvación de los hermanos es una exigencia de Cristo para todos los que lo siguen.

A la intercesión de Nuestra Señora de la Pobreza, refugio de santos y pecadores encomendamos a todos nuestros hermanos difuntos, especialmente los más necesitados de la divina misericordia.

                                    X Nelson Jair Cardona Ramírez

                                              Obispo de Pereira

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